EL SISTEMA PÚBLICO DE SALUD
La pandemia de Covid-19 ha puesto de relieve la importancia de contar con un sistema público de salud de calidad, con recursos suficientes, tanto materiales como personales, con apoyo de una buena red de investigación científica y de gestión pública.
Desde
el principio del confinamiento decretado por la alerta sanitaria, han
sido constantes las muestras de agradecimiento de los ciudadanos
hacia el personal sanitario por su valiente actuación en la lucha
contra este coronavirus. Cuando pase esta pandemia y tan solo
permanezcan en nuestra memoria los hechos más destacados o más
llamativos, seguramente una de las cosas que se recordarán serán
los aplausos que a las ocho de la tarde se hacían desde los
balcones, como muestra de reconocimiento hacia las personas que
luchaban contra la enfermedad, poniendo en riesgo su propia salud,
pero muy especialmente hacia
los sanitarios. Como colofón a ese reconocimiento, a los
profesionales sanitarios españoles se les ha concedido el Premio
Princesa de Asturias a la Concordia.
A
pesar de esas muestras de agradecimiento, aun no ha pasado la
pandemia y ya estamos viendo cómo colectivos sanitarios se
manifiestan exigiendo mayores
recursos y aumento de plantillas. Al mismo tiempo en algunas
Comunidades Autónomas ha continuado el proceso de privatización de
algunos sectores de la sanidad pública y
las derivaciones a centros privados.
Aclarando
conceptos
El
vocablo “sanidad”, en una de las acepciones recogidas en el
diccionario de la Real Academia Española, alude al “conjunto de
servicios gubernativos ordenados para preservar la salud del común
de los habitantes de la nación, de una provincia o de un municipio”.
La
Organización Mundial de la Salud (OMS) la definió en 1953 así: “La
salud pública es la ciencia y el arte de prevenir las enfermedades,
prolongar la vida y mejorar la salud y la vitalidad mental y física
de las personas mediante una acción concertada de la comunidad”.
Uniendo ambas definiciones el concepto de Salud Pública se puede
definir como el conjunto de esfuerzos organizados por la sanidad para
proteger, promover y restaurar la salud de los ciudadanos.
El
derecho a la salud viene recogido en la Declaración Universal de los
Derechos Humanos. Concretamente en el Artículo 25: “Toda persona
tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a
su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación,
el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios
sociales necesarios; tiene asimismo derecho a los seguros en caso de
desempleo, enfermedad, invalidez, viudez, vejez y otros casos de
pérdida de sus medios de subsistencia por circunstancias
independientes de su voluntad”.
También
en la Constitución Española de 1978 se recoge el derecho a la salud
de los españoles en sus artículos 41, 43 y 49. Concretamente en el
43 se establece lo siguiente: “1. Se reconoce el derecho a la
protección de la salud. 2. Compete a los poderes públicos organizar
y tutelar la salud pública a través de medidas preventivas y de las
prestaciones y servicios necesarios. La ley establecerá los derechos
y deberes de todos al respecto. 3. Los poderes públicos fomentarán
la educación sanitaria, la educación física y el deporte. Asimismo
facilitarán la adecuada utilización del ocio”. El Título VIII
prevé que la mayor parte de las competencias en materia de sanidad
las pueden tener las Comunidades Autónomas.
Los
antecedentes
Los
antecedentes de la política hospitalaria se sitúan en la Edad
Media, en la aparición de los hospicios o centros de acogida para
enfermos pobres, regidos generalmente por órdenes religiosas y
construidos también en la mayoría de los casos junto a sus
respectivos monasterios. Los que tenían medios suficientes se
pagaban los servicios de un sanitario y eran atendidos en su
domicilio.
En
cuanto al origen de la salud pública moderna, la podemos situar a
finales del siglo XVIII cuando Johann Peter Frank publicó su tratado
“Sistema de una completa policía médica”. La revolución
industrial supuso el hacinamiento de trabajadores en fábricas,
generalmente en condiciones insalubres lo que, junto a las largas y
agotadoras jornadas de trabajo, hacía que muchos trabajadores
cayeran enfermos. También supuso el éxodo del campo a la ciudad.
Los trabajadores y sus familias vivían en suburbios, sin ninguna de
las más elementales condiciones higiénicas. Estas circunstancias
hicieron que se realizaran informes sobre las condiciones sanitarias
de las ciudades, tanto en Europa como en Estados Unidos. Como
consecuencia, en algunos países se crearon los servicios de Sanidad
e Higiene que realizaban propuestas de medicina preventiva,
saneamiento y de creación de hospitales.
En
España la aparición de una política sanitaria ordenada se produjo
a comienzos del siglo XVIII, con la aparición de las Juntas Locales
de Sanidad. Estas se creaban en los puertos de mar más importantes,
cuando se tenía noticias de la amenaza de un contagio de
enfermedades infecciosas que podían entrar por esos puertos. A
partir de 1720, el sistema de juntas locales se complementó con una
Suprema Junta de Sanidad, dependiente del Consejo de Castilla.
La
beneficencia
La
Constitución de 1812 establecía
en su artículo 321: “Estará a cargo de los ayuntamientos:
Primero. La policía de salubridad y comodidad. […] Sexto. Cuidar
de los hospitales, hospicios, casas de expósitos y demás
establecimientos de beneficencia, bajo las reglas que se prescriban”.
La salud pública dependía de la beneficencia, pero se hacía
responsables a los ayuntamientos de la higiene pública y los
establecimientos de beneficencia. Durante el Trienio Liberal se
aprobó la
Ley General de Beneficencia de
1822. Derogada por el absolutismo fue de nuevo puesta en vigor
después del motín de La Granja en 1836. El
primer artículo de la Ley disponía
que en cada pueblo habrá una Junta municipal de beneficencia,
responsable
de ordenar todos los establecimientos de beneficencia de su
territorio.
La
Ley
General de Beneficencia de 1849 distribuye
la responsabilidad pública entre varios niveles de la
Administración. La Administración central se encargaría
de un limitado número de establecimientos de un nivel más
especializado y la tutela de la beneficencia privada; los
ayuntamientos de la asistencia domiciliaria y las diputaciones se
responsabilizarían
del grueso de los servicios residenciales.
Declaraba
públicos todos los centros de beneficencia, salvo los que sean
costeados exclusivamente con fondos propios, donados o legados por
particulares.
La
primera Ley General de Sanidad se promulgó en 1855 y
estuvo en vigor durante más de un siglo. Establece
la
obligación de los municipios de prestar asistencia
médicofarmacéutica a las familias pobres del lugar y atender los
asuntos de higiene pública. Parte
del principio de que la Administración
pública atiende los problemas sanitarios que afectan a la
colectividad, con un carácter fundamentalmente preventivo. Deja
fuera de su ámbito la función asistencial y la atención a los
problemas de salud individuales, que
continúan siendo atendidas por la medicina privada o la de
beneficencia pública,
que recae fundamentalmente en los ayuntamientos, o
particular.
En
1859 Concepción Arenal denunciaba el lamentable estado en que se
encontraba la beneficencia pública. Afirmaba que
“en
todos los establecimientos y conforme a lo que la ley dispone, se
sigue el fatal sistema de contratas, por el cual la codicia de los
contratistas defrauda a la pobreza, la explota y compra la impunidad
con el fruto del crimen”.
El
reconocimiento del derecho a la sanidad pública
dependía de
que el gobierno se adscribiera al
liberalismo o a
corrientes políticas más sociales. Así en plena Revolución
Gloriosa, el
Diputado
Cervera afirmaba
en
1870,
“la beneficencia no corresponde, no debe ser atribución del
Estado. Éste no tiene que intervenir para nada en el directo socorro
del desvalido, huérfano o enfermo. Móviles de otra índole,
sentimientos del orden moral son los que dan vida vigorosa a la
beneficencia, que arranca en su origen y no reconoce más fuentes que
la caridad y la filantropía”. Sin
embargo en la efímera I República se establecía
que que
“Los
[…] establecimientos de beneficencia general son públicos,
costeados con fondos de la Nación y con bienes donados o legados por
la caridad”. Ya
durante la Restauración, en un Decreto de 1875 se afirma “los
servicios de la Administración central conocidos con las
denominaciones de Beneficencia general y particular constituyen
uno solo bajo el nombre genérico de Beneficencia, encomendado a la
iniciativa y administración particular bajo la inspección y
protectorado del Gobierno”.
El
crecimiento de los servicios municipales permitió la aparición de
Institutos de Higiene o de Salubridad Municipal en algunas grandes
ciudades. Estas fueron las primeras organizaciones permanentes de
vigilancia higiénica completamente profesionalizadas y remuneradas.
La Instrucción General de Sanidad de 1904 impuso
este modelo en todas las ciudades.
Un
nuevo hito en la defensa de la salud lo representó en 1883 la
creación
de la Comisión de Reformas Sociales,
cuyo
principal
objetivo era
el estudio de todas las cuestiones relacionadas con el bienestar de
la clase obrera.
Por
tanto durante el siglo XIX el
Estado se
ocupó de la prevención y vigilancia en caso de amenazas de contagio
de enfermedades procedentes del exterior. La labor asistencial se
deja en manos de la medicina privada y de un
sistema de beneficencia, pública
y particular,
para
los que no podían costearla, con
cierto control público.
La
previsión social
El
siglo
XX vió
la aparición de los sistemas de previsión social, modo
de acción social del Estado que supera el de beneficencia pública
característico del Estado liberal. Pero la acción social benéfica
se mantuvo, de forma progresivamente marginal, hasta su desaparición
teórica en la Constitución de 1978 y la derogación definitiva de
la Ley General de Beneficencia de 1849, que tuvo lugar en 1992.
En
1908 se creó el Instituto
Nacional de Previsión
que
ofrecía servicios sanitarios y asistenciales a
los que contribuían al
pago de los mismos
y
constituye el
primer paso
dado en nuestro país en materia de política social de previsión.
En
1919
se
creó el Seguro
Obligatorio de Retiro Obrero y 1923 el
Seguro
Obligatorio de Maternidad.
La
II
República
dio un
fuerte
impulso al programa de previsión social. En 1932 el seguro
de
Accidentes
de Trabajo, creado en el año 1900, se hace obligatorio para todas
las actividades. Otra decisiva contribución republicana fue la
intervención en el medio rural, impulsando la integración de los
servicios sanitarios y
se inició
el proceso de extensión del nuevo aparato sanitario. Se
encargó al Instituto Nacional de Previsión completar el seguro de
vejez entonces en vigor, con los de invalidez y muerte. Este grupo de
seguros, a su vez, debía coordinarse con el conjunto del seguro
sanitario que se debía construir, extendiendo el seguro obligatorio
de maternidad hacia el de enfermedad. El proyecto logró ser aprobado
por ley el 2 de junio de 1936, pero el estallido de la Guerra Civil
impidió en la práctica su aplicación.
Durante
la dictadura franquista el Fuero del Trabajo establecía: “...la
previsión proporcionará al trabajador la seguridad en el infortunio
[.…] a cuyo efecto se incrementarán los seguros sociales, [...]
tendiéndose a la implantación de un seguro total...”. En
cumplimiento de esa previsión la Ley del 1 de septiembre de 1939
transformó el régimen del Retiro Obrero Obligatorio en un régimen
de subsidio de vejez, integrado en 1947 en el Seguro Obligatorio de
Vejez e Invalidez (SOVI). La
Ley de 14 de diciembre de 1942 constituyó
el Seguro Obligatorio de Enfermedad. Este
sistema cubría
ciertos riesgos sanitarios a través del pago de una cuota vinculada
al trabajo. Entre ellos figuraba
la asistencia sanitaria y la indemnización económica por la pérdida
de retribución en casos de enfermedad y maternidad, así como la
indemnización para gastos funerarios. Financieramente, el seguro de
enfermedad se nutría
de la aportación estatal, las primas abonadas por los trabajadores y
empresarios, las subvenciones, donativos y legados y las rentas de
los bienes propios del seguro, a
cargo del Instituto Nacional de Previsión.
La
Ley de Bases de
Sanidad Nacional de
1944 estableció
la
estructura sanitaria y sus competencias en materia de sanidad
colectiva e individual, así como los profesionales sanitarios
implicados. Con
esta
ley
los médicos titulares pasaron
a ser funcionarios del Estado. En
el medio rural estos
médicos titulares realizaban
actividad
clínica curativa y preventiva, y en salud pública eran
responsables
de salud ambiental y de la sanidad local.
En
1966 se aprobó
la Ley de la Seguridad Social que supuso
el intento más serio, hasta ese momento, de coordinar los seguros
sociales vigentes en una única institución. En
1974 la Ley General de la Seguridad Social
homogenizaba
el sistema de salud obligatorio para los afiliados. Pero
continuaba
vinculada
la asistencia a la cotización, por lo que dejó
fuera del sistema a
muchos sectores de la población.
Al
final del franquismo el sistema público de salud se
estructuraba en
una ley de Sanidad Nacional, encargada de la prevención; la
Seguridad Social, destinada
a la atención a los trabajadores y
la beneficencia,
dedicada a la asistencia a los pobres por medio de la administración
central, las Diputaciones provinciales, los ayuntamientos y entidades
privadas de naturaleza caritativa.
Hacia
una sanidad pública,
universal
y
de calidad
Durante
la transición una de las principales demandas de la población era
la extensión
y mejora de la
cobertura sanitaria, lo que provocó un importante debate sobre el
modelo y funcionamiento del sistema sanitario. El
debate se centró
en cómo entendía
cada grupo
el derecho a la salud. Así
mientras para unos el derecho a la salud es considerado
un derecho subjetivo, que se tiene por el mero hecho de ser
ciudadano, para otros el Estado tiene la obligación de crear y
mantener un sistema de salud, pero sin garantizar un acceso universal
al mismo. Finalmente, como hemos visto, el derecho a la salud se
recogió
en la Constitución de 1978, pero incluido en
el
capítulo tercero del título primero de la Constitución, bajo el
epígrafe “De los principios rectores de la política social y
económica”, lo que supone que carece de los mecanismos de
protección reforzada que la Constitución establece para otros
derechos, es decir, procedimiento de tutela ante los tribunales
ordinarios y, en su caso, recurso de amparo ante el Tribunal
Constitucional. Dicho
de otra forma, no se puede recurrir a la justicia para exigir su
cumplimiento.
Una
vez recogido el derecho a la salud en nuestra carta magna, se hacía
necesario abordar la reforma sanitaria hacia una nueva Ley General de
Sanidad, conforme a los preceptos constitucionales. El 19 de abril de
1979, el grupo parlamentario comunista presentó en el Congreso de
los Diputados una proposición
no de ley sobre la reforma sanitaria. Pretendía
“separar de la Seguridad Social la asistencia sanitaria para
convertirla en un servicio público, único, integrado y
descentralizado”. También
proponía “la
creación de un Servicio Nacional de Salud que atienda a todos los
españoles (y no solamente a los afiliados y beneficiarios de la
Seguridad Social) y que fuera financiado por el Estado”. A
esta propuesta respondió el Ministro de Sanidad y Seguridad Social,
Rovira Tarazona, quien declaró
su intención de llevar
a cabo la reforma sanitaria, para
lo que se comprometió
a
remitir al Congreso de los Diputados un documento para su
estudio por la
Comisión de Sanidad y
Seguridad Social y posteriormente
su debate
en Pleno. El grupo socialista mostró su alegría porque comenzara
el debate sobre la reforma sanitaria, cuyo objetivo debía
ser lograr que sea realidad la máxima
de que “la salud ha de ser para todos”.
A
pesar de estas buenas intenciones, la Ley General de Sanidad no fue
aprobada hasta abril de 1986. En los debates previos aparecieron
muchos intereses
contrapuestos. Se
trataba de integrar en
mayor o menor medida los intereses de todas las partes: grupos
políticos, empresarios,
sociedad y profesionales, así
como mantener una relación estable entre la sanidad pública y la
privada. El artículo
primero ya establece cual es el objeto de la ley y a quienes afecta:
Artículo
uno. 1. La presente Ley tiene por objeto la regulación general de
todas las acciones que permitan hacer efectivo el derecho a la
protección de la salud reconocido en el artículo 43 y concordantes
de la Constitución. 2. Son titulares del derecho a la protección de
la salud y a la atención sanitaria todos los españoles y los
ciudadanos extranjeros que tengan establecida su residencia en el
territorio nacional.
La
herramienta administrativa que propone la Ley es la configuración de
un Sistema Nacional de Salud. Los servicios sanitarios se concentran
bajo la responsabilidad de las Comunidades Autónomas con
la
coordinación del Estado. Como
órgano coordinador se
crea el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud.
En
cuanto a las actividades sanitarias privadas, la
Ley parte del reconocimiento del derecho al ejercicio libre de las
profesiones sanitarias y la libertad de empresa en el sector
sanitario. En
el artículo 90 se recoge que “Las
Administraciones Públicas Sanitarias, en el ámbito de sus
respectivas competencias, podrán establecer conciertos para la
prestación de servicios sanitarios con medios ajenos a ellas”.
La
Ley General de Sanidad ha tenido un posterior desarrollo normativo.
Así
en 2003 se aprobó la ley de cohesión
y calidad del Sistema Nacional de Salud, que
establece
acciones de coordinación y cooperación de las Administraciones
públicas sanitarias. En
el 2011 se aprobó la Ley de Salud Pública y el
Real Decreto-Ley 16/2012,
aprobado por el Gobierno de Mariano Rajoy, excluyó
a inmigrantes sin papeles de la atención universal.
También se incluyó
el copago de medicamentos para los ciudadanos con pensiones
contributivas.
Conclusiones
El
derecho a la sanidad es un derecho social fundamental, por lo que su
prestación debe ser no contributiva y de derecho universal e
igualitario. El proceso seguido para acercarnos a este modelo, ha
sido largo y tortuoso. En el camino se han venido enfrentando dos
modelos sanitarios; un modelo liberal que entiende que la atención
sanitaria es una mercancía más, que debe ser gestionada por la
iniciativa privada y otro modelo más social que considera la salud
un derecho subjetivo de todas las personas y por tanto debe ser de
gestión pública.
El
sistema sanitario español ha ido evolucionando, desde un modelo
asistencial basado en la medicina privada, complementado con un
sistema de beneficencia de titularidad pública o privada, a un
sistema de previsión social contributivo, que dejaba fuera a parte
de la población, hasta llegar al modelo actual en el que el Estado
reconoce el derecho a la salud y en consecuencia garantiza el acceso
a la asistencia sanitaria de todos los ciudadanos, independientemente
de su situación económica. Este proceso no ha sido lineal y ha
tenido avances y retrocesos. El neoliberalismo, que tuvo su auge en
los años ochenta del pasado siglo y la crisis financiera de 2008 han
supuesto recortes al sistema sanitario público, externalización de
servicios y apoyo a la sanidad privada.
La
pandemia de Convid-19 ha puesto de manifiesto que aunque contamos con
un buen sistema sanitario, en comparación con los países de nuestro
entorno, también tiene muchas deficiencias en cuanto a recursos
materiales y humanos. Esto ha sido más evidente en aquellas
Comunidades Autónomas en las que ha gobernado la derecha y se han
venido aplicando políticas neoliberales. Debemos aprender de esta
crisis sanitaria para corregir errores y prepararnos mejor para otra
posible pandemia.
Por
tanto, se hace necesario reforzar el sistema de Salud Público,
especialmente
la atención primaria, de
modo que haga efectivos los principios de universalidad, de calidad,
integral, solidario y equitativo y eso sólo se consigue dedicando
más recursos al sistema sanitario público, con participación
ciudadana y de los profesionales y apoyando la investigación.
Bien documentado estudio histórico, en el que quizás sobra alguna frase claramente partidista.
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